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EL PERRO ATERRADO
Érase una vez un perro llamado
Kutta que vivía en una gran ciudad de la India. No tenía dueño y se dedicaba a
vagar por las callejuelas olfateando todas las esquinas, casi siempre buscando
algo para comer.
Su vida era tan solitaria que
solía recurrir a la imaginación para hacerse una idea de cómo eran las cosas,
de cómo funcionaba el mundo. Se puede decir que Kutta se pasaba el día haciendo
conjeturas de esto, lo otro y lo de más allá.
Por ejemplo, si una señora
lanzaba a la vía pública las sobras del caldo, él pensaba:
– ‘¡Oh, qué generosa es esa
mujer! Seguro que me ha visto, se ha dado cuenta de que tengo hambre, y muy
amablemente ha tirado los huesos para que yo me los zampe.’
O si un chaval arrojaba un palo
al aire, sonreía y se decía a sí mismo:
– ‘¡Qué chico tan simpático! Lo
lanza lejos porque sabe que a los perros nos encanta ir a buscar palitos y
pelotas. Estoy convencido de que lo que quiere es jugar conmigo y que si
pudiera me adoptaría.’
Kutta veía la vida a su manera,
desde su punto de vista particular, y era feliz.
——–
Sucedió que un día pasó por
delante de una verja que servía para delimitar un espléndido jardín.
Casualmente, el portón de entrada estaba abierto de par en par.
– ¡Oh, qué sitio tan bonito! …
¡Y no parece peligroso! Daré una vueltecita a ver qué encuentro.
Kutta entró y se paseó tan
campante, como si fuera el señor de la propiedad, entre árboles altísimos y
flores exóticas. Por fin, después de un largo recorrido, llegó a un estanque
lleno de pececitos azules. Ante una visión tan encantadora comenzó, como
siempre, a fantasear.
– ¡Oh, qué preciosidad! Esto
debe ser el paraíso en la tierra porque todo en este lugar es maravilloso. Me
apuesto la cena de esta noche a que aquí vive un príncipe.
Rodeó el estanque, cruzó una
arboleda, y ante sus ojos apareció un increíble palacio de mármol, coronado por
una cúpula dorada que relucía bajo el sol.
– Ma… ma… ¡madre mía, qué
pasada de casoplón!
Tras el impacto inicial, a
Kutta le faltó tiempo para retomar su manía de sacar conclusiones de todo.
– ¡¿Pero dónde estoy?!… ¡Este
lugar es alucinante! A la vista está que el dueño es alguien muy
inteligente porque para conseguir esta mansión hay que ser espabilado y saber
cómo ganar mucho dinero.
Jamás había visto nada tan
hermoso. Fascinado, siguió haciendo cábalas.
– Lo que está clarísimo es que
se trata de una persona elegante, apuesta, de exquisito gusto. ¡Seguro que
viste las mejores sedas del país y adora las joyas!
Kutta se moría de ganas de
entrar, por lo que dejándose llevar por sus cuatro patas flacuchas se plantó en
la impresionante escalinata de la entrada. No vio a nadie y siguió barruntando
quién sería el afortunado poseedor de esa casa tan fabulosa.
– No hay duda de que quien vive
aquí es una persona muy feliz. ¡Imposible ser desdichado cuando se tiene
tanto!… Sí, es innegable que su vida es maravillosa.
Kutta estiró el cuello y subió
de puntillas los escalones, actuando como si fuera un tipo distinguido
acudiendo a un baile de gala. Al llegar arriba, se sorprendió.
– ¡Anda, pero si esta puerta
también está abierta!
Levantó las orejas y solo
escuchó el canto de los pajarillos.
– ¡Voy a investigar, pero lo
haré muy rápido no vaya a ser que aparezca alguien por sorpresa y me meta en un
buen lío!
Kutta pasó a toda velocidad y
apareció en un inmenso salón cuyas paredes estaban cubiertas de arriba abajo
por muchos espejos diferentes. El pobre nunca había visto ninguno y no sabía lo
que eran, por lo que al entrar se encontró un montón de perros corriendo en
dirección contraria… ¡hacia donde él estaba! Su reacción fue mostrar los
colmillos para infundir miedo a sus enemigos, pero en ese mismo instante, todos
los sabuesos levantaron el hocico y también le enseñaron los dientes.
Kutta sintió tanto terror que
se quedó paralizado, en el centro de la sala, sin ni siquiera pestañear. En
medio del pánico se le ocurrió gruñir apretando fuertemente las mandíbulas; la
respuesta fue que inmediatamente todos los perros tensaron la cara y le
gruñeron a él. ¡Estaba literalmente rodeado!
– Esto es el final… ¡No tengo
escapatoria!… ¿O sí?
Movió las pupilas y pudo ver
que la puerta estaba a escasa distancia. Sin pararse a pensar ni mirar atrás
salió escopetado y apareció en el soleado jardín. Una vez allí corrió y corrió
durante al menos cien metros, hasta que se dio cuenta de que nadie le seguía.
Entonces, frenó en seco, se giró hacia la fachada del fastuoso palacio, y una
vez más empezó a elucubrar.
– ¡Oh, qué raro!… Había por lo
menos treinta perros y ninguno me ha perseguido. ¡Eso es porque en el fondo son
tan cobardes que no se atreven a salir al exterior!
Kutta se sentó un rato en la
hierba para recuperar el aliento y bajar las pulsaciones del corazón. Cuando se
encontró más calmado se levantó y tomó el camino de vuelta, completamente
convencido de que los perros que había visto en el salón del palacio existían
de verdad. Una lástima, porque si se hubiera dado cuenta de su error,
habría aprendido algo muy importante: que la imaginación nos puede jugar
malas pasadas y que no podemos pasarnos el día hablando de lo que no sabemos
por la sencilla razón de que las cosas no siempre son lo que parecen.
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